Absorto ante el público

Absorto ante el público -cuyas miradas distraídas infringen cualquier ley del buen espectador- decide darle un giro a la obra. En lugar de reproducir el guión memorizado, intervendrá en la vida de cada una de esas personas de manera sutil y discreta. Tras estar varios segundos sin pronunciar palabra, suspira y se da media vuelta. Su improvisación causa tal revuelo que el hombre vuelve a salir al escenario para dar las gracias por el interés mostrado.

 

Un mal día


Se dirigía hacia su casa. Había tenido un mal día. Sólo le acompañaba el recuerdo de la voz de su profesora: ¿creéis que todavía nos preocupamos por la inmortalidad? La última clase de ese mal día había estado llena de reflexiones de todo tipo. ¿Le preocupaba la inmortalidad? Quizá no era el momento propicio para que le metieran más dudas en la cabeza, sobre todo si se trataba de dudas sin resolución. Mientras caminaba, decidió cambiar el rumbo. Ojalá pudiera tomar decisiones tan rápidamente en otros ámbitos de mi vida. El camino que tomaba era totalmente desconocido para él. En realidad, pasaba cada día por una calle paralela a la que ahora recorría; sin embargo, hasta ese día (el Día) sólo le había echado un vistazo a esa calle por la que ahora transitaba. Dejaba atrás la calle antigua, cuyos semáforos y paisaje urbano conocía a la perfección. Se enfrentaba ahora a un nuevo camino cuyo final desconocía. Ya no sabía siquiera a dónde se dirigía. ¿Por qué ir a mi casa pudiendo ir a otro lugar en el que nunca haya estado? Dejó que sus pies le mostraran el camino. Empezó a andar sin tener nada claro. Si había algo que le caracterizara era la falta de espontaneidad. Por eso, y por muchas otras cosas, se mostraba inseguro ante lo que le deparaba su nueva actitud. ¿Qué o quién le había hecho cambiar su forma de actuar? De repente le había entrado prisa por conocer cosas nuevas. Sentía que perdía el tiempo volviendo a casa por la misma calle que recorría día tras día. Quería, además, dejar de lado la idea de volver a casa para, así, llegar al lugar donde le acabarían llevando sus pasos. ¿Tenía todo esto algo que ver con la clase que había terminado hacía apenas una hora? Una hora…una hora es lo mismo que sesenta minutos…Había empleado unos cuantos minutos de su vida en plantearse cuestiones que consideraba cruciales para lo que le quedaba de vida. Unos cinco segundos de pregunta (“¿creéis que…?”) que lleva dando vueltas en mi cabeza durante más de sesenta minutos en los que me he olvidado de que tengo un mal día.

El arrepentimiento

Desde que su padre murió, Juan no ha podido conciliar el sueño. Se siente culpable por no haberle dicho todo lo que le quería . Los días anteriores a la inesperada muerte del padre, Juan dedicó todo su tiempo a sus negocios. Hacía tiempo que el trabajo no le iba tan bien, y tenía que aprovechar la ocasión al máximo. Pero ahora se arrepiente de no haber pasado ese tiempo dándole afecto a su progenitor. Y no soporta el peso del remordimiento. De modo que decide pasar la tarde sentado enfrente de una barra de bar, para ahogar la mezcla de sentimientos desagradables entre copas. Entra en un bar en el que nunca antes ha entrado -no soportaría beber en alguno en el que hubiera podido estar con su padre; eso le haría sentirse, si cabe, todavía peor-. Se sienta en el primer taburete que ve y le hace un gesto al camarero para que lo atienda:
-Póngame un coñac, por favor.
Lleva una semana intentando recordar cuándo fue la última vez que le mostró cariño a su padre. Ha pasado un mes desde que murió, pero Juan ha tardado en hacerse a la idea. Ahora que se ha dado cuenta de que se fue para no volver, intenta evocar los momentos pasados a su lado. Sin embargo, entre las noches pasadas en vela y el incipiente efecto del coñac, Juan no logra pensar con claridad. Mientras bebe la última gota de su vaso, el camarero se acerca a él para ofrecerle otra copa. Juan se fija en el modo en que le sirve la bebida; la poca experiencia que el camarero demuestra detrás de la barra y su patente juventud despiertan cierta ternura en Juan.

Alberto lleva rato observando al nuevo cliente. Estar detrás de la barra es todo un reto para él. Lleva apenas dos meses ejerciendo de camarero y es consciente de su torpeza. A pesar del poco tiempo que lleva sirviendo copas, se ha encontrado clientes de todo tipo. Sabe que no todo el mundo reacciona igual ante una misma situación. En la última semana ha tenido que aguantar a varios clientes impertinentes. Recuerda cómo un hombre de unos sesenta años lo amenazó con hablar con el jefe para que lo despidiera. Y todo porque Alberto, poco acostumbrado a manejar la bandeja, le tiró un coñac por encima. Por suerte, en ese momento no se encontraba el jefe. Ni en ése, ni en muchos otros. Cuando Alberto acudió a la entrevista de trabajo, el que sería su futuro jefe ya le avisó de sus futuras ausencias. Si quería contratar a alguien era, precisamente, para poder encargarse él de otros asuntos. En un primer momento, Alberto sintió el peso de la responsabilidad, pero poco a poco ha ido ganando seguridad en sí mismo, y ahora incluso prefiere llevar el bar él solo.
-Aquí tiene su coñac.
-Gracias, muy amable.

Juan sujeta la copa con cuidado. Se la acerca a la nariz como acostumbra a hacer siempre antes de darle un sorbo. Nota cómo el olor a coñac penetra por sus vías respiratorias, y se siente vivo. Ese sentimiento que le produce el alcohol le hace pensar en su padre. A Juan le gustaría sentirse menos vivo para ponerse en la piel de su padre. Se pregunta si bajo tierra sentiría ese fuerte olor a coñac. Si en vida era capaz de pasarse horas frente a una barra de bar, seguramente ahora podría detectar un buen coñac desde ultratumba. Juan decide tomarse su copa de un solo trago, en honor a su padre.
-Póngame otra copa, por favor.

El joven camarero mira a Juan con una mezcla de lástima y curiosidad. Se fija en sus ojos hundidos, en su mirada perdida, y se pregunta si esa mirada se debe al coñac o a alguna preocupación. Mientras le acerca la copa a su cliente, a Alberto le tiembla la mano. Al joven le gustaría preguntarle al hombre por sus preocupaciones, pero no quiere resultar indiscreto. Ese temblor hace que Juan abra sus ojos y preste atención a lo que ocurre a su alrededor. Coge la copa y, esta vez, le da un pequeño sorbo, intentando no oler el aguardiente.
Alberto contempla a Juan desde el fondo de la barra. Saca vasos del lavavajillas y los seca con un trapo. Juan está con la cabeza baja, mirando al suelo. De repente, da un soplido que Alberto oye desde donde hace su tarea. A los pocos segundos, el cliente le llama:
-Disculpe, ¿podría ponerme un coñac? Esta vez en una copa más grande, si no le importa.

-Como usted quiera.

Mientras Alberto coge uno de los vasos que acaba de secar, Juan mira a través de la ventana del bar. Comprueba si su coche sigue donde lo ha aparcado hace un rato y se saca la llave del bolsillo del pantalón. El camarero le pone el coñac delante sin ser consciente de que acaba de propiciar un reencuentro por todo lo alto.

Espero sentada

Espero sentada. Miro a mi alrededor mientras finjo prestar atención. Su voz llega a mí evocando palabras pasadas, fosilizadas en un siglo anterior, sílaba tras sílaba, verso tras verso, y no dicen nada. No dicen nada porque no fueron escritas por el rapsoda actual, que no puede sentir las palabras como si fueran suyas. No puede porque su piel es otra, su momento histórico es otro, y su vida es prosaica. Los versos no están hechos para vidas prosaicas. La vulgaridad de la actualidad no tiene cabida en estrofas cerradas. La voz transmisora no entiende nada; la voz receptora se limita a oír. Escuchar es algo demasiado profundo, es algo para lo que se necesita la empatía. Lo único que está en mis manos es la espera. Espero sentada a que una voz del ahora me haga escuchar su vulgar ahora.

En busca de un nombre

A veces me he preguntado cómo me habría tomado que mis padres me pusieran un nombre que no fuera Elena. Acostumbramos a decir «éste/a tiene cara de tal». ¿Tengo yo cara de Elena? ¿Y si me hubieran puesto un nombre más corto? ¿Ana, por ejemplo, me pegaría? «Hola, soy Ana» diría, y después de un silencio de dos segundos, seguiría hablando. Me faltarían letras. ¿Y un nombre más largo? Cojo aire: «Hola, soy Estefanía»; entonces, seguramente, me presentaría con un hipocorístico: «Hola, soy Estefa». Ahora no me haría falta un suministro de aire demasiado importante, pero echaría de menos el hiato. ¿Y si, a pesar de llamarme Elena, mis padres hubieran decidido llamarme de otra manera más cariñosa? Entonces me habrían llamado Coco, por eso de tener la cabeza redonda -ojo: por entonces -y fuera-según palabras de mi madre-«lista como un coquito«. Pero eso quedaría atrás, y el paso de los años haría que dejara de presentarme como «Coco» -o «Cocko», si me presentara por escrito y pretendiera modernizar mi nombre-. Me enfrentaría entonces a mi verdadero nombre, al que eligieron mis padres antes de ver cómo sería, al que constaría en mi DNI. «Me llamo Elena», diría. Incluso llegaría a pensar en tatuármelo en griego, por ser ese su origen. ¿Y si empezara a presentarme como Ele? Seguramente acabaría por presentarme con una letra («L»), pareciendo novata en la conducción de un nombre. Al cabo de un año, volvería a preguntarme cómo podría presentarme, y volverían a perseguirme los problemas de identidad, cayendo, así, en un círculo vicioso de grado onomástico. Nada, nada, que cada uno me llame como le apetezca, que yo responderé en la medida de lo posible.

Suena música de fondo

Suena música de fondo. Me sumerjo un día más en el colchón. Me despisto y soy capaz de tocar el suelo. Un giro brusco me provoca un dolor en el costado. El dolor es amargo, porque desde esta perspectiva no consigo verte con claridad. Tengo que forzar el cuello para conseguir ver el tuyo. Tengo que elegir entre la comodidad de la lectura y tu pescuezo. Es cuestión de ir alternando. Cuando la lectura empieza a cansar, me giro de nuevo. Ahora consigo verte. Estás de espaldas a mí, tecleando mientras yo sostengo un libro entre mis manos, fruto de la obligación. Sonrío. Hago el intento de seguir leyendo. Suena música de fondo. Leo una línea. Leo otra. El sueño me vence. Te miro por última vez antes de dejarme caer en los brazos de Morfeo. Me sostiene mientras el sonido de las teclas y la música que suena de fondo me mantienen cerca de ti. Espero despertar y, al girarme, ver tu cuello. O tenerte a mi lado.

Comienzos tímidos

Lo confieso: no sé cómo funciona esto. Por no saber, no sé ni cómo empezar el blog. Como en otros momentos de mi vida y de la vida de cualquiera, empezar algo supone arriesgarse. El miedo a lo nuevo, a lo desconocido, nos impide actuar con normalidad. Nos bloqueamos por culpa del vacío de un papel en blanco. Dejamos salir la primera palabra de forma tímida. Sin embargo, los comienzos pueden ser los cimientos de algo que acabe trascendiendo, la semilla de algo grande. O no.